Os hablaré sobre la milagrosa salvadora de millones
de personas en suelo ruso, la monja y madre superiora Serafima Yúdina,
Serafima de Cristo. Sobre la gran hazaña que cumplió para la salvación de esos millones. Sobre cómo la pequeñita
pianista de origen judío, en 1943, cerró el Gulag y ha logró recriminar al malvado y
déspota mundial
Yósif Stalin.
Esto lo he
oído personalmente de su
boca, y os lo transmito a vosotros.
*
Fueron tiempos
horribles. Se denunciaba, se delataban unos a otros. Las ejecuciones
estaban a la orden del día.
Las almas desaparecían en las lejanías ignotas, ¡vaya usted a saber a dónde fueron!
Quedaron sólo
unas tablas místicas. Algunos se entregaron, hasta el desmayo, a la oración en las catacumbas; se hicieron merecedores
de unas contemplaciones elevadísimas.
La Madre
Serafima salió con vida...
Odiaba su
apellido –Yúdina. ¿Y si era en honor de Judas el traidor? ¿O en honor de
la tribu judía, o
del judaísmo que
ella rechazó? Tenía ganas de tomar
otro apellido: Yoannova, en favor de la rama de Juan.
Cuando estaba en el
conservatorio de Petrogrado, en la clase de la profesora Yesipova, o
en la de Blumenfeld, otro pianista eminente, se interesaba por el órgano y la
dirección de orquesta. Y después, la madre Serafima se ponía
a menudo en el atril
del conductor. Y de orquesta le sirvió el Segundo Gólgota de Solovkí, los cien
millones que gritaron en la hora de la muerte: ‘¡Virgen Santísima, ayúdanos!...
¡Abrid! ¡Socorro!’
Escuchaba los órganos no terrenales. Y cuando se ponía al
instrumento, las lágrimas le salían a chorros bajo el Adagio de Mozart del
Concierto Nº 23 para el
pianoforte.
La Madre
Serafima aprendió de
nuestros padres a no tener miedo, y reaccionaba con una indiferencia absoluta ante
sus éxitos como pianista. Su
vida pasó en unas profundas catacumbas interiores. No eran catacumbas
exteriores como cualquier templo-barracón en la cantera o en otras ruinas, un
templo bajo siete sellos con las contraventanas cerradas, donde a un peregrino terrenal no le abren la
puerta...
La Santa Madre Serafima
vivía casi una doble
vida.
Cuando llegaba la
noche de rezo, se arrodillaba para sollozar. Le fue abierta una
pantalla celestial. Y no existía un alma que no se le quejara, dejando este mundo,
como a la misma Santísima Teoengendradora. Y la misma Virgen María, cuando partía, la designaba como su suplente en el
Gulag.
*
El
año 1943 fue especialmente
grave. Pérdidas... Los más próximos desaparecían sin dejar rastro. La correspondencia se hizo limitada.
Mucha gente allegada a
María Veniamínovna casi se
volvió loca: por todas partes aparecían huellas de sus dedos que los incriminaban.
Al tocar una taza,
ya queda tu huella digital allí. Y al día siguiente, los agentes de la KGB pueden endilgarte la
participación en un complot contrarrevolucionario contra Yósif Visariónovich Stalin... (Odiaba a Stalin
más que al poder soviético,
más que a Marx, Lenin y Engels
juntos. Lo veía como una caricatura monstruosa, comparándolo con el Gran
Comendador de “Don Giovanni”
de Mozart.)
El año era anómalo. Primero prohíben sus
actuaciones y luego las permiten; no tiene programado ningún
concierto. ¿Qué escenario podría lograrse para un concierto, si la guerra aumentaba en su fragor,
mezclando todas las cosas alrededor? Bombardeos y cañonazos,
gritos de moribundos... Los presos solovkianos... Chicos de 20 años muriendo a
miles en el frente, en el
infierno de Stalingrado...
¡Si al
menos lograra ella en su oración nocturna extraer aunque sólo fuera un alma del horno de Stalingrado!..
María Veniamínovna era una pianista ‘en desgracia’ con una
reputación severa y acabada:
‘sectaria’, ‘judía’, ‘formalista’. ‘Prefiere a los autores contemporáneos. Entonces pertenece a la corriente
enemiga nuestra...’ En otras palabras, rechazada desde todo punto de vista.
Inesperadamente, la
invitaron a presentarse en un programa de radio, en directo, por
la tarde, cuando todo el país se acercaba a los radiorreceptores y escuchaba la
voz de Levitán: ‘Habla Moscú...’.
Después
de la parte habitual
dedicada a las últimas noticias del frente –las victorias, las
pérdidas, otros
galimatías de la máquina bélica, el
abismo infernal donde se
encontraron millones de los totalmente inocentes Ivanes, Hanses, Feodores y
Fritzes...–, a la sectaria infeliz, a la monja de la IOA (Iglesia
Ortodoxa Auténtica), le es concedido el éter de toda Rusia.
Habiendo
sido programado dos semanas antes, esperaban a otra persona, pero hubo que sustituirla:
el solista previsto resultó ser
un elemento de poca confianza, que cayó bajo sospecha. Y la reemplazante fue María
Veniamínovna: parecía ser
una pianista extraordinaria desde el punto de vista profesional.
Se esperaba la interpretación del concierto para el
pianoforte de Mozart, en La mayor.
Hacía muy pocos días que se
recibió la noticia de que uno de sus amigos más queridos había perecido, y
María Veniamínovna entendía toda la literatura musical mundial como un Réquiem
continuo.
Antes, sucedía que sollozaba sólo en los movimientos lentos, dejando caer
las lágrimas cristalinas sin poder contenerse. Todo el auditorio la acompañaba en su llanto. Un concierto
sinfónico o un recital, todo se convertía en un gran sacramento omnihumano de
una misa de cuerpo presente. La
entendían sin necesidad de palabras,
le agradecían.
Hoy
es el día, en que tocará en la emisora de radio principal.
Estando segura en el texto musical, María Serafima va a leer los gemidos mortales
de los moribundos en los campos de la Segunda Guerra Mundial, de aquellos cuyas
vidas fueron segadas por las balas, por las granadas de cañón, de quienes fueron alcanzados por las
bombas de los ‘Messerschmittes’...
A ella se le otorga
hoy un auditorio millonario. Intervendrá después del locutor Levitán. Se aprovechará
de la ocasión, llorando por los millones de almas no culpables de nada, que cayeron bajo el Monte de
Segures[1] en Gulag. Como una
madre, levantará a cada uno de ellos, los lavará en una pila caliente, sonriendo al ver su cara hermosa,
revelada casi por primera vez, recién nacida.
Así, la designó la Reina Celeste, sin apartarse de María
Serafima, la sjima-monja secreta, en aquellos tiempos.
*
En el atril
del director estaba su antiguo amigo, Alexánder Vasílievich Gauk, con quien se
entendía maravillosamente.
Durante la emisión en directo a toda la Unión Soviética le brotaban las lágrimas: del más joven al más viejo, sin importar su religión o nacionalidad.
Sollozaban los rusos, los alemanes, los franceses... La madre
María Serafima Yúdina ha
puesto a todo el mundo de rodillas, delante de la Santísima Teoengendradora, para que
lloren pos
las víctimas inocentes del Segundo Gólgota de Solovkí.
¿Quién es ella sino la pequeña teoengendradora en su inadecuado trono pianista?
...Stalin conectó la radio, como siempre, para distraerse
de la tensión del día y escuchar las últimas noticias. Le complacía la voz de
Levitán. Y cuando se disponía a apagar el receptor y acostarse para descansar,
se anunció el ´Concierto
para piano Nº
23, en La mayor’ del compositor austriaco Wolfgang Amadeus Mozart,
interpretado por la pianista María Veniamínovna Yúdina.
Desde los primeros acordes, no pudo dejar de escuchar. Así,
se mantuvo en una posición inmutable.
Fue
algo extraño lo que hizo la música de Mozart en el corazón del tirano, al ser
interpretada por una gran pianista. Stalin se vio a sí mismo
como un niño pequeño y huérfano de padre y madre. Lloraba por él mismo...
La pantalla espiritual de Yúdina se transmitió no sólo a los 100 millones de sus oyentes,
sino también a este
ejemplar clínico (o utópico, no importa como lo nombréis), el paranoico
bigotudo Yósif Visariónovich.
A Stalin se
le abrieron los ojos. Junto a Mozart (envenenado por los fariseos católicos y
durmiente en cualquier fosa común) y María Veniamínovna Yúdina, él vio a los 20 millones de presos
solovkianos que fueron tirados por el talud del Monte de Segures según su
directa aprobación. El
tirano tuvo miedo. Él vio cómo estos 20 millones de seres
absolutamente inocentes no se fueron a ninguna parte, están
vivos y le piden cuentas, amenazándolo con los dedos desde el cielo.
¡Oh, qué lastima tuvo él de sí mismo! Y quería escuchar más y
más, pero...
La transmisión directa se acabó. De nuevo, se empezó con sandeces insulsas.
Stalin apagó la radio. Y cerca de las 10 de la
noche, personalmente, sin recurrir al intermedio del secretario, llamó al
Comité de Radio.
*
Dmitri Shostakovich describe este hecho en sus memorias,
publicadas en América por el musicólogo Solomón Volkov. Hace referencia a María
Veniamínovna, con quien
él mantuvo amistad, a quien
relató, al parecer en una conversación privada, su historia de cómo Stalin llamó
a las 10 de la noche al
Comité de la Radiodifusión.
A la voz sorda, bajo
unos bigotes paranoicos de acero[2], no se la podía dejar de reconocer.
La voz que difundía horror a todo el alrededor, que las más de las veces significaba
en realidad una condena mortal clavándose en las profundidades oscuras de la subconsciencia,
sospechando, amenazando... Una voz a la que no se podía
decir ‘no’.
La conversación, según Dmitri Shostakovich, se redujo sólo a
tres frases:
–Me han dicho que
desde su estudio de radio se ha transmitido el concierto de Mozart para
piano y orquesta, interpretado por la pianista María Yúdina.
–Sí,
Yósif Visariónovich, así es, desde el nuestro.
–¿Ha sido el
concierto grabado en un disco?
¿Acaso podía alguien de los colaboradores del Comité
de Radio
hacer un reproche al “clásico vivo del
marxismo-leninismo” por su ingenuidad? Pues, ¿cómo podía
aparecer un disco del concierto enseguida? La grabación no estaba prevista en absoluto. Había
tenido lugar simplemente
una transmisión en directo.
Pero contestar “no” era peligroso: te considerarían un enemigo del pueblo y un elemento
contrarrevolucionario.
–Sí,
Yósif Visariónovich, –dijo casi
automáticamente, a
quemarropa, el jefe del radiocomité.
–Entonces,
envíenmelo mañana a mi chalet en Kuntsevo, a las 9 de la mañana.
La voz fría e imperiosa se calló. Empezó a sentirse cómo un
horror fúnebre se apoderaba de todos, poniéndolos en un pasmo total.
No se podía decir la verdad: Los encarcelarían. No se podía
negar a Stalin. Si al día siguiente, a las 9 de la mañana, esa grabación no estaba encima de su mesa, se metería
en la cárcel a todos esos
enemigos musicales del pueblo, sin tener lástima de ninguno.
Se les podía comprender...
Llamaron a la
KGB. ‘El camarada comandante’ prometió ayudar. Para recoger a los músicos,
enviaron diez coches del
tipo ‘voronok’ para los presos: ¡a ver si alguno se atreve a escaquearse!
–¡Llamad
a quien recordéis! Reunid la
orquesta, la pianista. Durante la noche grabaremos el
concierto, para que en la mesa del inolvidable caudillo del pueblo, a las 9 de
la mañana, venga Johann
Chrysóstomos
Wolfgang Amadeus Mozart en persona.
No pudieron reunir a
aquellos que hacía pocas
horas que habían tocado en
la transmisión directa: los músicos se habían ido para otras ciudades. Reunieron una
orquesta casual. Sólo cerca de
la medianoche se reunió a un
grupo que era capaz de interpretar la parte orquestal.
A Gauk, no lograron
encontrarlo. Invitaron entonces a otro director. Y mandaron un ‘voronok’
para llevar a María Veniamínovna.
¿Qué vivió Yúdina en aquel momento?
Se acordó de
cómo los
primeros cristianos y, tras ellos, los viejos creyentes y los eslavos
teogamitas, fueron a la hoguera como a un banquete de bodas. El auto de fe lo percibieron
como un tálamo nupcial de Cristo. Ser quemado en el fuego del Espíritu Santo,
lo consideraron como un honor.
De golpe, desapareció cualquier miedo. Millones de personas
murieron antes que ella,
millones morirían después. El alma, ¡tan ínfimo granito! Mas, María
Veniamínovna aprendió a inscribir su alma personal en unos registros millonarios.
No estaba sola, no era
una por sí misma, sino entre millones. Millones murieron antes, ahora
viene su turno. Y Cristo la resucitará y le regalará un destino luminoso en la
eternidad, a la sierva de Dios y mártir, María Veniamínovna Yúdina...
Llamaron a la puerta
bruscamente. Los mismos agentes del NKVD no sabían con qué objetivo y
a dónde llevaban a esta pianista en esta hora tan tardía. Sin ninguna duda, al interrogatorio, en
cualquier lugar en Lubianka o en otro sitio donde estarían los jueces instructores. A
tal hora esperan sólo a un voronok de presos: uno sentado en su cama, agudizando el oído en su
insomnio, y otro, sentado ya
encima de sus maletas, preparado para que muy pronto...
María Veniamínovna ha reflexionado mucho durante la hora y
media de camino, desde su casa a Prechistenka, donde entonces se encontraba el radiocomité.
Y estaba preparada para
testimoniar su fe.
Durante una hora, repasó toda su vida. Se
despidió mentalmente de sus allegados.
Agradeció a aquellos que le prestaban refugio doméstico, sus bienquerientes y oyentes. Se le saltaron las
lágrimas.
¿Pero qué es esto? El voronok se paró directamente frente a
la puerta del estudio del concierto del Comité de Radiodifusión.
Oyó cómo le dijeron brevemente: ‘Pase’. Y le acompañaron,
bajo la mirada asombrada de los músicos de la orquesta, hasta el mismo piano.
‘!Stalin! Stalin... Stalin...’ –oyó ella. Algo terrorífico, ‘acerado’, quimérico, como un torbellino,
envolviéndola en una vorágine, en un horno ígneo de la batalla de
Stalingrado... la sinfonía de Stalingrado...
¡Stalin!.. Stalin había escuchado su interpretación del
concierto de Mozart en directo.
Stalin personalmente ordenó hacer un disco con su
interpretación.
¡Qué honor!
¡Qué horror!..
Esto era más que si ella hubiera logrado una audiencia personal de Stalin para
pedirle acerca de sus prójimos y
amigos, perdidos irrevocablemente en los campos del Gulag.
Desde ahora, ella será una interlocutora de Stalin. Le
revelará toda la verdad. Va a tocar personalmente para Stalin.
Bueno, ella acepta este desafío.
*
Entonces, el duelo
ha comenzado. Stalin y María Yúdina. ¿Quién vencerá?
El animal cayó en la trampa. Ya no saldrá vivo de ella.
Tan solo hace unas
horas, ella lloró en el éter transmundial por los 20 millones de víctimas
inocentes del Gulag. Ahora ella hará que el tirano del Kremlin los vea, hasta al
último de ellos, para que sus gemidos mortales y petición de cuentas alcancen su corazón paranoico y autoacorralado, como el de
todos los verdugos. Ella, por fin, le revelará a este tirano la verdad sobre él
mismo.
*
La orquesta está paralizada. No pueden compenetrarse bien, ni afinar sus
instrumentos musicales. Tiemblan las manos de los violinistas. El director fue
llevado a un aparte –parece que se le nubló
la mente– y cayó
desmayado en todos los sentidos, al temer que pudiera tocar algo mal. Lo llevaron fuera, asiéndolo
por las manos y piernas;
apenas le hicieron recobrar el conocimiento llamaron a una ambulancia...
Traen a otro director. Y éste también tiene las manos
temblorosas. Se queja: no ve nada en las notas, no conoce de memoria la partitura. La
orquesta está descoordinada,
y el director se equivoca. No vale. Hay que llamar a uno más.
Ya había pasado la medianoche: quedaban unas pocas horas...
María Veniamínovna lanza su mirada al mundo empíreo. Esta
vez, es la interlocutora del tirano más sangriento. Ella y el animal: son dos.
Ella y él, a solas.
No hay ningún
temor en su faz. Sus manos están tranquilas. Toca maravillosamente. En la
tercera, quinta, décima vez repite la misma frase del primer movimiento del concierto para piano, hasta que
logran grabarlo debidamente.
Como tercer
director, fue traído
Alexánder Vasílievich
Gauk, no se sabe dónde lo
encontraron. En el camino, Gauk tuvo las mismas sospechas: lo llevan a un
interrogatorio. Pero Alexánder Vasílievich era una persona firme, habituado a cómo se denuncia y cómo
están desapareciendo en
todas partes sin dejar huella. Al sacudirse el sueño, se dirigió al atril como si no hubiera ocurrido
nada.
Grabaron el concierto rápidamente. Y María Veniamínovna, al
interpretar el segundo movimiento (Adagio),
dejaba caer unas lágrimas cristalinas junto a la Santísima Virgen de Solovkí,
hermana de la caridad
del Segundo Gólgota. Lavaba a unos, ungía las heridas de otros, calmaba a
terceros...
Y además, en su mirada estaba el malhechor del Kremlin, odiado por ella.
Percibía que había
llegado su hora, que este momento era el más importante en su vida y que ella
no debía tener miedo en absoluto. Y arrojó su guante contra el tirano. Decidió
no tanto complacerlo y consolarlo,
sino atravesar su corazón con los gemidos mortales de millones.
Probablemente, la trasmisión en directo ya ha revelado algo a Stalin, si le tocó su punto sensible. Entonces, que este
disco sirva de alegato acusador. Que se encuentre al menos una
persona en el mundo, sea Wolfgang Amadeus Mozart o María Veniamínovna Yúdina,
que sea capaz de arrojar en
la faz de este tirano la verdad y persuadir al monstruo miserable, deteniendo
sus barbaridades.
Eran éstos los pensamientos con los que la
pianista Yúdina interpretaba el concierto Nº 23 de Mozart. Por la noche, en un ambiente inadecuado,
con fundas polvorientas, con agujeros continuos, cuando todo daba vueltas
alrededor, con manos temblorosas, con las gafas empañadas, con cualquier tipo de sonidos
sospechosos, mientras los ratoncillos chiflados roían en el corazón y los
miedos infernales se apoderaban de los músicos de orquesta...
El disco fue grabado con éxito gracias a la energía de ella.
Al ver su intrepidez, los músicos se calmaban y tranquilamente llevaban hasta el final sus partes.
Ya no en un voronok,
sino en un coche del estado, llevaron a Yúdina,
mortalmente cansada, desde el Comité de Radiodifusión. Y a la mañana siguiente, a
las 9 en punto, un disco yació en
la mesa del despacho de Stalin en su dacha (chalet) en Kuntsevo.
*
Algo ha ocurrido con Stalin. El disco le tocó en lo vivo. Él se encierra durante
tres días, pidiendo sólo que
le lleven té con un bocadillo: día y noche escucha el Adagio del
concierto de Mozart, interpretado por Yúdina.
Está aliviado y se siente bienaventurado como nunca. Por fin,
él prorrumpe en sollozos. Stalin se
deplora a sí
mismo...
Se ve pequeño, desdichado, abandonado, solo, huérfano, sin
padre ni madre. Le da lástima el
haberse enredado en la lucha por el poder, el haber envenenado a Lenin, el
haberse convertido en dictador, el haber establecido un culto a la personalidad...
Le gustaría olvidar todo eso, quisiera limpiar su culpa.
Se le presenta una imagen extraña. Al igual que un niño que
por vez primera abre sus ojos, Stalin está oyendo los últimos gemidos de
millones. Ante su mirada están pasando como un relámpago sus antiguos
colaboradores, miembros del gobierno y funcionarios del aparato estatal, los
que según su disposición personal fueron fusilados. Unos se resignan, otros le
piden cuentas.
Stalin se ha horrorizado: ¿Qué locura es ésta? ¿Acaso todos
están vivos hasta ahora? ¿Acaso la muerte no existe, y los curas ortodoxos tenían razón,
los que le instruían en los años de seminario en Tiflis?
¿Qué es esto? ¿Quizás, es la hora de llamar al psiquiatra
para el clásico del marxismo-leninismo? ¿Se ha merecido él una locura igual que la que tuvo Lenin poco antes de su muerte?
Mientras Yúdina tocó el Adagio de Mozart en el estudio del
Comité de Radiodifusión, toda la imagen del Segundo Gólgota pasó por Stalin como una nube. La misma Virgen
Teoengendradora vino al despacho de Yósif Visariónovich para
exhortarlo como a un niño pequeño culpable.
Sólo la Madre de Dios Solovkiana pudo despertar la piedad de tal manera en el
monstruo desalmado, para quien la vida humana no valía nada.
Era como si
la música le
pisara los talones. Mozart lo persigue. Stalin no
puede pararse: cuando el gramófono se calla, la música sigue sonando en sus
oídos y dándole una paz profunda.
Stalin casi resucitó de entre los muertos. Pensó que no viviría
hasta la Victoria, y de repente todo su ser se purificó desde dentro. ¡Una
catarsis!
Y otra vez más, los tormentos terribles de conciencia, la
pena imperdonable...
Tiene ganas de llamar a la pianista y revelársele como a la
madre, a quien él ha hallado por primera vez: ¡a una madre buena, feliz, misericordiosa y fiel!
Pero se
siente incómodo: ¿qué pensará la misma pianista? ¿Y qué van a decir de
él? No...
Pero él quiere de alguna manera agradecer a esta mujer que lo
ha liberado de miles de quimeras, que le abrió los ojos a muchas cosas. Es que
antes, su visión fue nublada con
una oscuridad sepulcral paranoica, y los gemidos petrificados de los veinte millones
de víctimas del Gulag rojo no lo dejaban en paz ni de día ni de noche.
Yúdina quiso exhortar al tirano, pero resultó que lo purificó
y curó.
*
Stalin en
agradecimiento, aquel mediodía ordenó entregar a Yúdina un sobre con dinero
(20.000 rublos, que equivalen
a unos $2.000.000 de hoy en día) y darle el Premio Stalin de primer
grado.
No es difícil imaginar lo que significaba el
Premio Stalin. Una carrera vertiginosa, fama nacional, gloria mundial, salas de
concierto abiertas, raciones privilegiadas de Kremlin, recepciones... El
laureado con este premio se hacía en cierta manera invulnerable y ya no le
afectaba ni el juicio del
mismo tirano.
Yúdina vive en la miseria. No tiene ni hato ni garabato, ni
piso, ni
piano de cola. Por algún milagro desde lo alto, al ser fortalecida por la
Santísima Virgen, ella da recitales y mantiene el programa en su corazón. Lo
toca en el pensamiento,
porque no siempre logra alcanzar el piso de uno de sus amigos, mas no todos los
pianos pueden aguantar su fortísimo de gran escala. Había casos que saltaban
las cuerdas en los “Schröder” y “Blüthner” de mucho mundo.
Literalmente, al
cabo de unas horas, el correo del Kremlin entrega a Yúdina un sobre.
–¿Qué
es esto? –pregunta la pianista con asombro.
–Una ayuda y
recompensa, el Premio Stalin de primer grado y los 20.000 rublos.
Con esta suma se
puede comprar un chalet en la periferia de Moscú con
unas hectáreas de terreno en una zona más prestigiosa o, admitamos, un garaje entero de autos personales de tipo de
“Moskvich” y “Pobieda”.
¡Él quiso comprarla con dinero! De manera ortodoxa, pensó
hacer penitencia por sus pecados, con veinte mil rublos.
Se le ocurrió a María Veniamínovna una idea: va a escribir
una carta a Stalin. El duelo aún no se acabó.
–Decid
a Yósif Visariónovich, que le estoy agradecida. ¿Podría Ud. pasarle una carta
personal para él, dentro de unos días?
–Estoy a su servicio
–contestó el enviado de Stalin.
En unos días, sobre la mesa del Dragón rojo había depositada una misiva con el siguiente
contenido:
‘Día y noche, voy a rezar para que Le sean perdonadas las fechorías monstruosas que Ud. ha
cometido contra Su pueblo. Rechazando
el Premio Stalin, envío el dinero para la restauración de una iglesia y para la
salvación de Su alma.’
*
Por qué
milagro esta carta alcanzó la mesa de Stalin, nadie lo puede decir. Sólo si no es que lo decidió así la
providencia del Altísimo.
Pero muchos
contemporáneos de Yúdina, los que la conocían bien (los mismos Shostakovich y
Pasternak) afirman que
Stalin leyó la carta de María Veniamínovna.
Lo más probable
es que él esperara
leer palabras de agradecimiento o un deseo de encontrarse personalmente con
el ‘adalid de pueblos’. ¿Oh había algo que le atraía de la persona de la
pianista cuya alma él sintió a través de las vibraciones musicales?
Nadie se atrevería a decirle a Stalin la cruda verdad. ¡Y
menos así, como la decía
ella…!
Stalin estaba dispuesto a
sentir un juicio sobre su alma. Los tres días no pasaron en vano, como tampoco sus lágrimas y
su estado de semialucinación, inusual en él...
Los tiranos suelen
ser sentimentales y sensibles, porque son los más desgraciados
entre todos los desgraciados del
mundo. Les espera hacer penitencia durante millones de años por sus pecados,
hasta que los perdonen todas
las almas inocentes destrozadas por ellos.
Se encontró en el mundo una sola mujer, como si estuviera en ella la misma Virgen
Teoengendradora, que le demostró piedad a él aun como tirano. Y Stalin le perdonó este desafío. No tomó
ninguna medida contra la pianista. No tuvo miedo de que ella pudiese escribirle
otra carta o que pregonara por todo el mundo cómo rechazó el Premio Stalin,
habiéndolo humillado en
consecuencia. No demostró que le importara. Cerca de él tuvo el Adagio de
Mozart que lo apaciguaba.
¡Que esté con Dios esta pianista!...
Por primera vez, el
antiguo seminarista de Tiflis vio el testimonio de una fe auténtica,
de una intrepidez verdadera.
Y la intérprete del Adagio mozartiano creía ser un pequeño
instrumento en las manos de aquellos mismos Nuevos Mártires, cuya ordenación
sacerdotal ella presenció en su juventud, en los tiempos en que cantaba en el coro de la Iglesia
del Salvador-sobre-la-Sangre, situada en el centro de Petersburgo
cerca de la Catedral de Kazán...
*
¿Qué pasó después?
La pequeña mujer no-de-este-mundo –sin casa, sin hato ni
garabato, ni piano, ni coche, ni carrera, ni status de profesora, durmiendo a
veces en los portales de las casas, viviendo en la miseria, sin un trozo de pan
ni una esperanza para el futuro, una presa potencial y linajuda– logró vencer
el paso de la historia rusa.
Stalin se quedó profundamente pensativo. Ha
experimentado algo que no esperaba. Como si la misma
Virgen Santísima Teoengendradora se
le apareciera y le abriera los ojos a lo que ocurrió.
¿O fue todo exactamente así y la Madre de Dios actuó a través
de la monja Serafima Yúdina?
Stalin decide cerrar
el Gulag. Según su disposición particular, los campos especiales se disuelven y
los antiguos presos son enviados al frente, y otros son
liberados. ¡Es inaudito!...
Los del NKVD se encogen
de hombros. No comprenden nada: ¿cómo es que el mismo malhechor supremo ha roto
la máquina que antes puso en marcha? ¿Cómo puede existir el régimen estaliniano
y la ideología comunista sin el sistema penitenciario y los campos del Gulag? ¡No es
posible!
¿En efecto, está ya chiflado por su paranoia el Fumador del Kremlin con su pipa? Pero nadie se
atreve a mostrar su perplejidad.
Sin
embargo, con eso el asunto no está acabado. Stalin, al pie de la letra, cae enfermo con
la idea de la catarsis.
Él debe
ser curado, liberarse de un peso infernal. Desea experimentar tal
apaciguamiento, tal consuelo dichoso, como el que sintió
después de escuchar durante 24 horas el Adagio del Concierto para piano Nº 23 de Mozart.
‘Tiene razón, tiene razón’ –se dice a sí mismo, caminando en su despacho con la cabeza abatida y
fumando la pipa. ‘La iglesia… Una iglesia expiará mis pecados. Hay
que revivir a la iglesia...’
Stalin, al ser estimulado por una simple pianista, María
Veniamínovna Yúdina, decide revivir a la Iglesia Ortodoxa Rusa (IOR), al menos
en su forma tradicional, la que se grabó en él en los años de su aprendizaje en el
seminario de Tiflis; como la recordó él en el primer periodo soviético de la
división del Estado y la Iglesia, de la confiscación de los cálices de plata y
la realización de otros decretos de Lenin.
La guerra avanzó en su fragor, pero Stalin en algún
momento perdió absolutamente el hilo de los acontecimientos hasta perder el
interés por los últimos informes, preparados para él. El destino de la Unión
Soviética quedó en un
segundo plano.
Después de un mes de reflexiones, Stalin toma una decisión e
invita al arzobispo miserable
Sergui Stragorodskiy a una conversación.
Al jerarca antiguo
de la IOR de la Rusia prerrevolucionaria de Nicolás II, lo llevan
al Kremlin de la evacuación. Stalin, al igual que un niño ingenuo, está pensando: ‘¡Es el momento en que la
catarsis continuará, ya de la mano de un cura, un anciano!’
Si una pianista simple, de origen judío, pudo arrojarle un guante de desafío,
acusándolo de crímenes
monstruosos, que la Iglesia deberá expiar (él mismo no lo podrá hacer nunca,
aunque tuviera un millón
de años para hacerlo),
entonces, ¿qué
le dirá a él la Iglesia si lo
denuncia en abiertamente?
‘¿Qué problemas tiene la Iglesia?’ –hace una pregunta capciosa, al encontrar al metropolita
Sergui Stragorodskiy.
Stalin estaba
preparado para escuchar una prédica acusatoria de la boca de
Sergui. Le pareció que un preso religioso debía ser intrépido, puesto que había
pasado ya ‘fuego, agua y
trompetas de cobre’.
Pero Sergui resultó ser un cobarde parsimonioso, como es lo esperado en los prudentes teólogos-aristotélicos. Calculó
las jugadas anticipadamente, se limitó a frases sin ningún sentido. El único
problema del metropolita Sergui Stragorodskiy, como lo pueden ver, era la falta
de iglesias y de bienes eclesiásticos.
Stalin quedó defraudado por la conversación.
Pero él se atrevió a revivir la IOR, en sentido literal, de
sus cenizas.
Por su disposición, se sacó a la IOR de las catacumbas y recibió
la jurisdicción oficial. Se estableció como norma la oración diaria
por ‘el más augusto adalid’, a quien, a partir de entonces, los teólogos del
monasterio Troitse-Serguievskaya Lavra van a otorgar el status de nuevo mesías,
nuevo cristo pequeño, liberador de Rusia. “La Revista del Patriarcado de Moscú”
se vio literalmente
abigarrada con las misivas de agradecimiento al Generalísimo por sus beneficios
en favor de la Iglesia...
Y sobre la IOR del marco serguiano caerá la culpa por los 20
(80, 100, 200) millones de almas, torturadas por orden personal de Stalin, ya que rezando por el tirano sangriento
toma en sí todos sus pecados.
La rama de Tijon
rezará por las víctimas del régimen estalinista;
y la de Sergui Stragorodskiy, revisionista y procomunista, por los atormentadores y torturadores encabezados por el mismo Ajusticiador de
la tierra rusa.
Así ocurrió la división de las iglesias.
*
¿Qué hizo esta mujer pequeña con el tirano desalmado? Salvó
la vida de millones de víctimas potenciales del Gulag... Rehabilitó a la
iglesia...
No, María Veniamínovna no aceptará el presente de Stalin. Se
mantendrá como una linajuda presa concentracional, la madre superiora de la
Iglesia Ortodoxa Auténtica. Fue leal a otro padre, a Serafim el Enternecido en
quien vio la
suma de todos los mártires y santos de la tierra rusa, el sol arquetípico de su
patria.
Según las palabras de Dmitri Shostakovich, en el despacho de
Stalin, después de su muerte, encontraron aquel mismo disco de gramófono, el cual, en un solo ejemplar,
publicó el radiocomité en 1943.
Stalin aceptó la muerte bajo las lágrimas del Adagio de
Mozart...
Impresionante relato!
ResponderEliminarUna sola Pianista a través del mas puro amor puesto en un concierto de piano de Mozart fue capaz de lo que no fueron millones de hombres por el temor al diablo de acero.
Esto es la mas pura prueba de que bajo el amparo de nuestros Padres Celestiales el mal en el mundo tiene los días contados.
Gracias Sinceras por esta publicación